miércoles, 9 de diciembre de 2020

Homenaje a Julito

En la soledad de mi habitación

repasé los lomos, algunos con polvo, 

de inconcebible desolación.

Entre todos los Cronopios habidos

Del lado de allá y Del lado de acá, 

me encontré emergiendo ¡Ladridos!

De esas letras que sacabas a pasear.

¡Pero, Hombre! ¡A mí no me engañas! 

¡Que el exilio fue el trago más amargo! 

En esa tradición de las glorias hispanas, 

de morir lejos, con la frente en alto. 

Hoja por hoja, te convertí en mi aliado. 

Hemos charlado, me has dado aliento. 

He llorado sobre esas páginas ¡No miento!

Era mi vida una casa tomada, un octaedro.

En esa locura de adolecer, te busqué;

Tomé tus estrofas de dolor metafísico

¡Soledad rabiosa te encontró por destino!

¡Allí agazapada! Como en vilo. 

De Todos los fuegos, Julito, fuiste El fuego, 

Y yo te escuché en el crepitar, 

Con tu cejo fruncido y el gato al costado, 

un libro abierto y un mate cebado,

cuando, libre de pecado, jugué a la Rayuela, 

Me fui quitando lo insensato, Oliveira,

Que no se culpe a nadie de este circo, colegas,

Que cada escritor usa su sangre de tinta.

¡Y es que siempre fuiste un espejo terrible, Julito!

(Quiero decir que al mirarte, aprendí a verme)






Natalia A. López

lunes, 30 de noviembre de 2020

Escalera al Cielo

 



Las escaleras, normalmente estrechas y espiraladas, hechas de diferentes materiales (como mármol, cemento, madera), son estructuras renuentes en los escenarios de mis sueños. 

En mi onirismo las recorro, curiosa, convencida de que me llevan a un lugar más seguro, ideal. A veces las subo estrepitosamente, porque un peligro disfrazado de captor quiere alcanzarme.  Por algún motivo, en determinado momento de mi ensoñación subo y bajo escalones de todos los tipos, tamaños, colores. 

Una vez, vestida con una pollera de tul blanco y una seda cubriéndome el torso, estaba atravesando un bosque neblinoso, corriendo porque un hombre me perseguía. No conocía su identidad ni sabía cómo era su cara, pero le adivinaba un arma en su mano y estaba segura de que quería usarla conmigo. Corría y corría, hasta llegar a la entrada de un bello Palacio, cuya entrada ornamental guiaba al ingresante a una escalera de mármol que parecía interminable. Era el Palacio Barolo, resto diurno esperable porque había trabajado en aquella maravilla del Art Nouveau durante un año. 

Enseguida subía, la escalera daba vueltas y vueltas, me detenía de vez en cuando a sujetarme de la baranda mirando hacia abajo para vigilar al hombre armado. No lo veía, nunca lo vi, solamente sabía que estaba cerca y ocupado en encontrarme. Podía escucharlo respirar, sentirlo a punto de apoyar su mano en mi hombro y detenerme, o empujarme, o lo que sería peor: dispararme en el mismo instante en el que me tuviese al alcance. 

Continuaba recorriendo las escaleras infinitas del Palacio Barolo, los mil cuatrocientos diez escalones que tenía delante, cada vez más agitada en mi delirio persecutorio. Aún atravesaba el Infierno, cuando escuché el sonido de un disparo, proveniente de varios pisos más abajo pero que se oyó como si hubiese ocurrido a metros mío. No podía ser, pensaba, no había nadie internado en aquel rascacielos latino, era sólo yo poblando el desértico escenario dantesco ¿Quién lo habría matado? 

Mi perseguidor se había suicidado, pensé. Por alguno de esos avatares de los sueños, lo sabía sin que nadie me lo hubiese dicho. Estaba fracasando en su misión de alcanzarme y, derrotado, le había puesto fin a su vida con una pistola Bersa (modelo 62). Eso me supuso una sensación de alivio que desapareció pronto…  De seguro vendrían por él, por su cuerpo; ese tipo de hombre no trabaja solo, responde a alguien o a algo. Nuevamente sentía que debía seguir subiendo, continuar corriendo, llegar hasta la punta. 

Las escaleras eran cada vez más estrechas y luminosas. El mármol brillaba, las terminaciones de las barandas lucían más doradas que nunca. Estaba bien en lo alto, había llegado al Cielo. Descubrí un mirador, iluminado, por un faro cuya luz blanca me enceguecía. Me acerqué a contemplar la panorámica del bosque que había atravesado en plan de fuga. 

No sé cuánto tiempo estuve allí, pero recuerdo que la blanca seda y el tul que me vestían se habían esfumado. Estaba desnuda, limpia, elevándome entre las nubes hasta aparecer a los pies de una nueva escalera. Era lo suficientemente angosta como para que sólo una persona la transitara. Podía contar hasta diez escalones porque, luego de aquellos, la luz era tan intensa que no me permitía divisar nada más. El contraste entre el celeste intenso del firmamento, el ocre brillante de las barandas, y la luminiscencia de los escalones presentaban una vista impresionante y real. Consideré que una escalera así de infinita debía de llevarme a Dios. Tenía que subirla. 

A medida que avanzaba, escalón tras escalón, miraba mis pies tornarse traslúcidos. Podía ver a través de mi cuerpo, cual fantasma, mientras mi cabello desaparecía dejando un halo luminiscente alrededor de mi cabeza. Diáfana, cada vez más liviana. 

Así continué un rato hasta que llegué a la Cima. En ella me encontré con un espejo, en el que al mirarme volvía a tomar forma mi cuerpo, pero con una novedad: dos alas habían brotado de mi espaldas. Alas blancas, enormes. Me había convertido en un ángel, o eso suponía. Mientras me embelesaba con mi figura etérea oí un disparo, proveniente de mucho más abajo, y sentí la puntada de un proyectil atravesando uno de mis flancos plumosos.  Fue tal el dolor, que vi al espejo devolverme un gesto de horror, mientras notaba en el reflejo como una de mis alas se teñía de sangre. Caí en picada, arrojada por fuera de la escalera, por largo rato hasta terminar en el piso del bosque. Estaba desnuda, con un ala escarlata y atravesada, yacía en la tierra con mis ojos mirando al Cielo, con el aura todavía encendida. 

Recuerdo que al despertar de ese sueño, al que caratulé de pesadilla, revisé mi espalda como sintiendo que de verdad tenía una herida. Lógicamente, encontré mi piel losana y sin rastros de ningún proyectil o rasguño. Pero mis piernas dolían, como si de verdad hubiese subido una de aquellas tremendas escaleras. 

He buscado significados a mis escaleras, en libros y análisis de mi terapeuta. No importa cuántas explicaciones argumenten, siguen siendo el escenario más renuente de mis sueños. 












lunes, 23 de noviembre de 2020

Carta para Nehuén

 

 La gente entraba y salía del Café Memory, en Avenida Córdoba y Ecuador, mientras Natalia estaba sentada en un pequeño sillón que daba a la ventana. Un desfile de transeúntes y autos, digno de las 18.00 de un martes en Balvanera, la hacía perder su concentración y fantasear con las letras que aún no había escrito. Se sintió pequeña entre tanto tránsito, tanto individuo conglomerado, con la necesidad de la creatividad que salva y nos concede un lugar para ser. 

Mientras divagaba, el mozo dejaba en la mesa la segunda lágrima doble de la tarde. Con los brazos cruzados, contempló la pantalla de su notebook, pensando en qué escribir.

Fruto de la inactividad, se desplegó una foto que conmovió su corazón. Sonrió con su despliegue. Allí estaba uno sus sobrinos. Pensó que el gris del hardware ahora se poblaba con risas y dibujitos, con trazos ávidos sobre la hoja, con travesuras incontables.

Bebió un sorbo de café y tuvo una idea perfecta: escribiría para él, que en el momento preciso le había devuelto la inspiración. Animada, recuperó la pantalla de Word que la esperaba en blanco, disponiéndose a teclear con la velocidad de quien encontró motivación.

Lo primero que tipeó fue "Nehuén". Luego se corrigió y colocó "Nati y Nehu". Pero, finalmente, eligió lo que mejor representaría su texto, porque el espíritu mismo de aquel era una: Carta para Nehuén. La misma decía:

 

Pienso en vos y se conmueve mi alma. Esa sensación de sentir que algo se derrama en el pecho y se extiende al resto del cuerpo hasta cubrirlo, mientras sonreímos y los ojos nos brillan... Uno queda sumido en una ensoñación, en una suerte de enamoramiento profundo, que enciende la luz en la galería de recuerdos. Todos hemos sentido eso al evocar a un ser amado; incluso al recordarnos de niños. Eso es ternura, es la conmoción capaz de darnos fuerza o hacernos sentir vulnerables dependiendo el momento, la circunstancia, el pensamiento. Cuando quedo presa de ese trance, mirando tus fotografías, lo primero que evoco es tu sonrisa y en ella cabe un mundo entero.

Algún día te contaré que supe de vos una tarde, sentada junto a tus padres, que no olvidaré. Algo así de importante no le pasa desapercibido a la memoria. No estaba segura de cómo te llamarían aún, pero enseguida escuché tu nombradía mapuche y con el tiempo comprobé su significado en la vitalidad de tu ser.

Mi corazón latió muy fuerte cuando me bendijeron como tu protectora, me sentí mágica como el hada que quiero ser para vos. Saberte en el seno materno, me infundió ganas de convertirme en mi mejor versión. Sigue siendo mi cometido el merecer tu cariño porque, aunque con errores y faltas, todavía sigo aprendiendo a ser aquella fuerte -pero siempre sensible- madrina con la que puedas encariñarte. 

Te conocí al día siguiente de mi cumpleaños, siempre he considerado esto como un guiño de Dios. Es en algo así de trascendente que cobra sentido el año más de vida que celebro. Al tenerte en brazos por primera vez, sentí en mi pecho una eclosión. Sentí una limpieza de sentimientos egoístas. Eso dio origen a un espacio, llano y fértil, donde cultivé un prado, árboles, jardines. Ese campo es un espacio que ha sido creado para los dos, con la finalidad primera de que puedas encontrar refugio en él toda vez que estés cansado.

La bondad que tu corazón transmite me convence aún más de que nuestro camino puede poblarse de innumerables logros pero, al final del día, lo que da abrigo a nuestro descanso es la certeza de que amamos y somos amados también ¿Hay algo más valioso? 

Ahora mismo te cuento sobre el abrazo más hermoso que me han dado, cuando en el día de tu bautismo elevaste tus brazos y me diste el privilegio de sostenerte. Sí, sostenerte. Vos y yo, unidos.

Reitero que no me resulta fácil, en muchas ocasiones, ser la persona ideal que me gustaría ser para vos; pero sé que aún entre mis fallas sabrás notar mi amor. Que me sale imperfecto, sí, que a veces no lo he demostrado tanto como quisiera. Sin embargo, en ese y mucho sentidos, siento que has llegado para enseñarme, incluso más de lo que procuraré enseñarte a vos.

Verás, si algo me recalcó mi padre es que es menester tener una familia en la cual confiar. Los años me han demostrado que la familia es por definición consanguínea, pero también es un límite que se puede superar. Ojo que ser familia no siempre quiere decir que los individuos se elijan (diciendo esto me permito que mi prosa no contenga hipocresía solo por ser poética). En nuestro caso, tenemos el mismo apellido, la misma sangre: pero, además, mi labor es que me elijas por encima de esa "obligación" que no será tal jamás. He de recalcar que contás con el equipo necesario para respaldar tus pasos y enorgullecerte de ti por cada cosa que vas viviendo. Eso me reconforta, porque es una gran seguridad que impedirá -para toda la vida- que te sientas solo.

El mundo corre rápido, pero nosotros corremos a nuestro tiempo y modo. Que esa vorágine jamás te haga pensar que estás llegando tarde a ninguna parte. Te lo digo yo, con varias carreras sin terminar, con infinitos trabajos sin sostener, con la necesidad del equilibrio neuronal (completándose en la incompletitud), aprendiendo a amar de verdad luego años de tanto tropezar. El mundo corre rápido para mí también ¡Si lo sabré! Eso nos iguala. También lo hace el hecho de que somos millones de seres vivos existiendo y coexistiendo en la búsqueda de ser felices, de encontrar regocijo aún cuando vivir suponga mucha oscuridad.

La frescura en tu sonrisa, la seguridad de que sos un niño feliz y estás en las manos ideales, tu mirada inocente y vivaracha, la capacidad de reír y de hacernos reír que tenés, me hablan de un mundo bello, de un mundo que no es malo, de esperanza para mí, para todos.

Estar pisando esta tierra acompañados, poder mirar al Cielo y sentirnos cuidados, es algo valiosísimo. Y aún más valiosa para mí es el saberme aquí, siendo testigo del hermoso ser que sos y en el que te vas convirtiendo.

Lo que quiero es que vos y todos sepan (pero especialmente vos, corazón, y tus padres), que estos dedos que solo saben escribir lo hacen, también, por y para vos.

 

Enjugándose las lágrimas de alegría, Natalia tenía innumerables letras para dedicar. Poco a poco, se recordó, poco a poco ocuparían su lugar. Entonces miró a través de la ventana, deteniéndose nuevamente a reflexionar:

Todos hemos sido niños, afirmó para sí, y tenido por delante un camino lleno de sueños por recorrer. Qué importante la vocación de recordar, a cada uno de ellos, que sus pasos son valiosos y su atravesar esta vida es importante. Nadie puede dotar de primeros puestos a nadie porque en cada uno reside la ternura y el amor que hacen de este mundo un lugar mejor, un lugar en el cual creer. Cada cual con sus talentos, llevando una historia diferente y digna de ser resignificada a la luz de cualquier expresión. El Arte siempre es la mejor de las vías para ello. 

Los niños hacen Arte permanentemente, porque se mueven en libertad y sin prejuicios, son lúdicos y en consecuencia se expresan artísticamente: bailan, incansables, con movimientos únicos; dibujan, garabatos, con una visión especialísima del mundo; escriben, con sus intentos de cursivas, sin miedo a lo que plasman; viven, por el solo hecho de vivir.

Qué ocurriría, soñaba, si cada niño recibiese una carta. En donde se le recordara lo valioso que es, en donde incluso se lo instara a una respuesta. Envalentonando el hablar de las emociones, haciéndole saber que alguien lo está esperando. Creyó interesante el revitalizar los intercambios epistolares, hoy electrónicos. 

Escribir, a ella como a tantos otros, le había dado esperanza y sosegado cuando nada más lo hacía. En la pluma de un autor (o bien, las teclas de su computadora) hay una historia que hace de tinta y es su alma la que va dictando el contenido de la prosa, narrando y construyendo vidas que -en algún punto- no son más que las propias.

Escribir, pensó, es un acto revolucionario. Un acto liberador de cadenas y dotador de alas. Ser niño también es una revolución, por el acto de valentía que implica llegar a este mundo y atravesarlo con una manera propia y única de existir. Allí, más que nunca, es cuando Hay valentía en la ternura. Fue al decirse esto que Natalia sonrió, pensando en el abrazo que le daría a Nehuén cuando volviera a verlo.






miércoles, 18 de noviembre de 2020

lunes, 16 de noviembre de 2020

La plaza de las luciérnagas

     


    Desde el balcón de su departamento, Polaris contemplaba el anochecer. El firmamento, oscuro, enseñaba algunas pequeñas estrellas que entretenían su mirada mientras pensaba en qué haría para salir de aquella aburrida melancolía. 

    Su pollera de bambula ondeaba merced al viento otoñal que refrescaba su cuerpo, que hacía más de una hora se paseaba por el mirador. Descalza, sentía bajo sus pies el composite frío que la reconfortaba cuando sentía calor. Contrariamente a la frivolidad de la sala, que aún se encontraba sin decorar.

    Hacía poco tiempo que vivía en Recoleta, aquella área próspera de boutiques de lujo. Había llegado con la intención de estudiar una carrera en la Universidad de Buenos Aires. Pero no estaba acostumbrada para nada a la arquitectura parisina que ofrecía aquel Barrio. Polaris venía de Germania, un pueblo ubicado al noroeste del territorio provincial. 

    Estaba a seis horas en micro de su tierra natal. Suspiró. Allí no tenía balcón, tenía una fantástica vereda en la cual se sentaba a contemplar un anochecer mejor que el de las películas. En su pueblo el cielo ofrecía un sinfín de estrellas, que acababan en un horizonte borroso y lindante con Santa Fé, la provincia vecina. El campo de noche era un hogar para luciérnagas, a las que amaba, y acogía a los animales que dormían hermosamente distribuidos a su gusto, libres e imponentes. Se respiraba un aire fresco, que traía el perfume de los azahares. Las personas salían a la calle, durante las festividades, a convidar a sus vecinos con algún vino y un pan dulce casero. En nada se parecía al nuevo sitio que habitaba, en el que estaba intentando descifrar cómo ser feliz.

    Pero la Universidad quedaba cerca del departamento, eso era bueno. Había escogido Abogacía como carrera. Era consciente de que en su pueblo no podría cultivar su intelecto más allá de las bibliotecas populares, construidas con esfuerzo. Un título le permitiría aspirar a un mejor ingreso y a un futuro robusto. Podría ayudar económicamente a su familia y “salir al mundo”, como le decían.

    Había llegado con trabajo, ya que desde su pueblo había emprendido una búsqueda intensiva. Luego de entrevistas telefónicas, donde conversaba sobre las grandes expectativas que tenía de la vida, había sido una locuaz candidata y finalmente seleccionada para trabajar en la Administración de una empresa cercana al departamento que alquiló, depositando sus ahorros y viviendo con lo justo hasta que consolidase su bolsillo de trabajadora.

    No podía dejar de recordar lo feliz que la había puesto quedar efectiva en aquel empleo y, en contraste, con qué tristeza había preparado las valijas, despidiéndose de una cálida contidianeidad en pos de lograr un objetivo noble. Pero había noches donde ese sacrificio le suponía una enorme incertidumbre. La esperanza y el deseo de forjarse una vida independiente seguían siendo su motivación. Además, jamás defraudaría la sonrisa con la que la bendijeron sus padres cuando anunciaron que apoyaban su partida, que colaborarían en todo para que forjara aquél futuro que hace a los jóvenes migrar. 

    Decidió que saldría a pasear, para sacudir tanta nostalgia y dejarse iluminar por las luces de Plaza Francia que estaba ubicada a cuadras del edificio. Una ventaja del centralismo, el poseer un despliegue de lugares cercanos a los que visitar.

    Vistiendo unos jeans y una remera holgada, tomó un morral y acomodó con sus manos su cabellera enrulada sin necesidad de arreglarse mucho más. La sencillez le lucía mejor. 

    En la Plaza había un festival del cual no se había enterado, ya que aquellos días se había encerrado a estudiar para el examen de ingreso a la Universidad.

    Había un escenario en el centro, donde los músicos hacían su performance. Mucha gente saltando y aplaudiendo, amontonándose para estar lo más cerca posible de los intérpretes. A la banda la componía un baterista, una bajista y una guitarrista que además era la cantante. Se llamaban Eruca Sativa y sonaban muy bien. Los había oído antes, ahora lo podía reconocer porque justo en ese momento tocaban una canción que le gustaba mucho. Se llamaba “Baba”. A varios metros de distancia del escenario, movía la cabeza acompañando la melodía y volvía a mirar el cielo, esta vez con mejor humor. Agradeció a Dios por haber salido de la melancolía que la inundó todo el día. 

    A su lado, un joven con las manos en sus bolsillos que también contemplaba a la banda desde lejos, se le acercó un poco y la miró sonriendo. Juntó valor y se decidió a hablarle, mientras Polaris continuaba en su mundo.

-Te puedo regalar mi tiempo y mi amor, mas no mi alma, mucho menos mi identidad…- Le dijo, entonando- Buena canción ¿No?

    Polaris salió de su ensoñación, sorprendida por la voz del joven. Miró a su costado y se encontró con un rostro que sonreía, tímidamente. Era apuesto, de cabellos rubios con mechones desordenados que caían sobre su frente enmarcando ojos celestes achinados.

-No culparé al destino por verte partir, el tiempo nos dará la oportunidad… - Continuó la canción al hilo de la estrofa que el desconocido había soltado- ¡No me sé más! 

    Se acercaron y comenzaron a conversar. Damián era lugareño, solía pasear por la Plaza Francia en las noches de buen clima para encontrarse con amigos y compartir algunas cervezas. Le contó que estudiaba en la Facultad de Ingeniería, muy cerca de la de Derecho. No se asombró cuando le dijo que venía de lejos porque le reconoció una manera distinta de expresarse.

-Me gusta tu manera de hablar - Damián habló muy dulcemente. Polaris se sonrojó al oír aquellas palabras. El lo notó y le dio ternura, con lo cual se le acercó aún más- ¿Te puedo invitar a un lugar?

    Caminaron un par de cuadras, por la Avenida Manuel Quintana, detrás de un Museo de Ciencias, donde había otra plaza más pequeña. 

-Es uno de mis lugares favoritos - Se sentó en el pasto y la invitó a hacer lo mismo. La plaza no estaba concurrida, solamente la atravesaban corredores y paseadores de perros. 

    Estaban sentados, en silencio. Polaris lo miraba de reojo y encontraba bellos rasgos en su perfil. Era el primer chico con el que se ponía a conversar desde su llegada. Estaba por decirle algo cuando él le señaló unos arbustos que tenían muy cerca.

-¡Mirá! ¿Las ves?

    Eran luciérnagas. Polaris se sorprendió, era la primera vez que avistaba bichitos de luz desde la llegada a la ciudad. Los había extrañado, ansiando verlos en algún lado. 

-¡Pensé que aquí no había más! - Exclamó, con alegría - ¡Vamos a acercarnos!

    Se levantó de un brinco y tomó la mano de Damián. Caminaron con brío pero delicadamente, para no interrumpir el espectáculo que no era el que convocaba a la multitud del recital, sino el que los unía a ellos en un embelesamiento especial e íntimo. 

    Polaris no dejaba de sonreír. Incluso, quería llorar. Tantos días se había sentido como perdida, buscando en su balcón a los transeúntes sin encontrar entre ellos a ninguno que se detuviera a saludar.  De repente allí estaba, acompañada por Damián. Quiso que la noche no termine, mientras volvían a sentarse y a su alrededor la intermitencia de las luciérnagas adornaba el encuentro, el verdadero festival.

-¿Te sentís cómoda en la ciudad? -Le preguntó mientras se acercaba a su rostro y acomodaba con su mano un rulo que le acariciaba la mejilla.

-Ahora puede que sí… - Pero antes de que pudiese continuar hablando, un beso la detuvo y sintió un oasis en el que se quedaría, con gusto.

    Con el paso de los días, Polaris comprobaba que la ternura que Damián traía a su vida le había devuelto la sensación de hogar que creía perdida. Toda vez que podían se juntaban en la plaza, cerca de aquellos arbustos, para contemplar el desfile de luciérnagas. En los ojos del otro creían reconocer a esos mismos bichitos que, con su incandescencia, alumbraban un mundo que era menos frívolo, menos lejano de casa, que no infundía temor.  



Natalia Araceli López

jueves, 12 de noviembre de 2020

Las noches de sábado

En la mañana despertábamos sin tener idea de dónde estábamos. Unos segundos después, los sentidos volvían a nosotros. Entonces, retomando el conocimiento, detectábamos que aquella almohada era una almohada y que aún teníamos la ropa de la noche anterior. 

Poco a poco, mareados, nos incorporábamos con la visión distorsionada y la cabeza dolorida, con raccontos de la noche anterior y risas estrambóticas todavía resonando en nuestros oídos. Mi maquillaje corrido, el pelo enmarañado, y tus pantalones desparramados en el centro de la cama. Tu cuello con contractura debido a la mala posición, algún moretón en mi pierna por haber chocado con la punta de la mesa al bailar. 

Todo aquél folclore era parte de nuestro amanecer, algunos domingos. Nos mirábamos, cómplices, y reíamos sin decir palabra, reconociendo lo deplorable y grandioso de nuestra situación. 

Enseguida buscábamos el botiquín: tenía que haber algo de cordura allí, y de paso un analgésico. Esos milagros de tocador llamados antiácidos efervescentes. Ganas desesperadas de tomar agua me llevaban, arrastrando los pies descalzos, hasta el bidón. Un desfiladero de vasos apoyados en toda superficie (arriba de la mesa, de la cafetera, en el piso y alguno haciendo equilibrio en el sillón) surcaban toda la casa. La mayoría vacíos, goteados con ese dejo de cerveza evidenciando que no habían pasado tantas horas desde que la gente había partido rumbo a sus hogares. Encontraba un par de tazas y las llenaba a tope, sabía que necesitaríamos combatir la deshidratación como habiendo atravesado un desierto. 

Buscabas algo para comer, algo que hubiera quedado por ahí, casi siempre sobraba carne y pan. Abríamos las ventanas para airear la casa, mientras el sol penetraba haciéndonos achicar los ojos aún sensibles. Con socarronería, me decías que anoche me había comportado como una señorita. Yo, más evidente, te recordaba en voz alta la perorata que soltabas después de un brindis.

Siempre me dolían las piernas y los pies, porque había bailado intensamente contigo. Siempre te quedaba la voz ronca, la garganta lastimada, con eso recordábamos cuán alto habías hablado y divertido. 

Luego volvíamos a la cama, a tirarnos y no hacer absolutamente nada. Competíamos para saber quién recopilaba más recuerdos de la fiesta nocturna. Normalmente eras vos, pero no cuando había sido tu cumpleaños. La resaca nunca fue grata, pero más valía la acumulación de vivencias que, una vez más, volvíamos a crear. 

Solías ponerte a mirar videos en tu celular, y yo usaba el mío para revisar los correos esperando la notificación de algún certámen literario. Viendo las fotografías del carrete, que estaban casi todas movidas, algunas retrataban cosas muy lindas. Luego, pedíamos comida y nos levantábamos a juntar latas y servilletas, arrojándolas a bolsas de consorcio. Teníamos que hacer algo de espacio en la mesa, para sentarnos a disfutar del almuerzo mientras encendíamos la televisión. 

Antes o después de aquello, pasábamos por la ducha reparadora. Me sacaba el maquillaje corrido y acomodaba mis largos cabellos. Con la flojera dominguera, nos deslizábamos hasta el sillón. A veces nos sacudíamos la modorra en pos de sacar a los perros a pasear o, en tu caso, cuando salías a correr. 

Pasando las horas, la casa iba mejorando en orden y limpieza, pero todavía encontrábamos alguna colilla de cigarrillo en el piso. Y todos los huesos escondidos que habían sido obsequiado a los caninos, después del asado. Siempre algún flashback volvía a hacernos reír.

A la deconstrucción de la noche anterior le sucedía la construcción de la Normalidad, inevitable para retomar el rumbo de las cosas. Yo siempre era víctima de la depresión del domingo, esa que se va intensificando a medida que se hace de noche. Estaba en relación directa con el hecho de que empezaba la semana, eso siempre me supuso un desafío con el que jamás me sentía cómoda. Vos también tenías tus momentos de ansiedad extrema, en la que te veía con un temple acongojado y un signo de pregunta en cada ojo. Otro fin de semana moría, pero en unos días comenzaría otro, y otros recuerdos, y así. 

Al día siguiente era lunes y había que volver a hacer lo que teníamos que. Vos pasabas horas en reuniones, pensando, y yo tan solo escribiendo, estudiando, imaginando el premio Vargas Llosa o en Hay valentía en la ternura. Remover mi angustia nos llevaba algunas horas. Pero nunca estaba infeliz. 

Lo maravilloso de los días sucediéndose, lo poético de la composición de la semana, era mi impredecibilidad y tu orden. Era un sincretismo maravilloso el que encontraba entre mi equilibrismo y tu sabia dirección. Pero también era yo la que hallaba todas las cosas cuando olvidabas dónde estaban puestas o antes de adivinar dónde podían estar.

Cada tanto ocurría algo especialmente llamativo. Como la vez que, luego de una noche de cumpleaños, al caer el domingo notamos que había desaparecido mi bolsa con maquillajes. Sí, en vez de un adecuado necessaire, había preferido una bolsa de cartón con unos agarres de tela negra para alojar mis compactos, delineadores y labiales. Estaba colgada, en una de las paredes del baño, sostenida por un gancho en el que habitualmente colocaba algo. Intentar resolver el enigma nos llevó a tejer toda serie de teorías, poniendo en tela de juicio a cualquiera de ellas -porque bien se sabe que bajo los efectos del alcohol todo puede distorsionarse- pero yo recordaba todo, vos no tanto. Imaginamos posibles desenlaces y hasta creímos que algún invitado la había robado. Pero, no podíamos devenir en acusaciones, no con tantas dudas y con gente tan confiable rodeándonos. Yo sospechaba de alguien y vos coincidiste, pero no quisimos ser malos. Por suerte, siempre tenía cosméticos distribuidos en distintos sitios que pude utilizar a la mañana siguiente para maquillar el rostro dormido y estar presente en la reunión matinal.

No había sido la primera vez que nos ocurría algo así de insólito, porque un año y medio antes había ocurrido con una panera. Una de arpillera, revestida por dentro y decorada por fuera. Pero no le dimos tanta vuelta, pues era algo fácil de reponer. Los maquillajes, al fin y al cabo, también. 

Todo eso sin mencionar la cantidad de ocasiones en las que alguno de nuestros amigos olvidaba algo. Nuestra casa alojó documentos de identidad, papeles de auto, llaves, tarjetas magnéticas, mochilas, carteras, prendas de ropa, y toda suerte de objetos (algunos bastante obscenos, también). Pero siempre volvían, como siempre regresaban los sábados, y ese culto sagrado a la amistad entrada en años. 



Hemos partido, rumbo a otros horizontes, llegando a otros paisajes y abrazando otros acentos. Ha estado muy bien, no lo niego, porque parece cierto que el nacionalismo se cura viajando. Las fronteras, ese invento de la geografía escolar, ese pretexto político para dominar, no se ven desde lo alto de un avión ni tampoco cuando conversamos con lugareños de otros terrenos con los que compartimos humanidad. Sin embargo, sabes muy bien que no me equivoco, cuando digo que nuestro hogar sigue estando en donde aún vive nuestro jolgorio sabatino. La nostalgia es dictadora, aún estando en la playa de nuestro sueños, cuando queremos el milagro de reunir a todos los que amamos en el mismo espacio en donde estamos. Ser, de nuevo, los magnánimos anfitriones de nuestro propio solar. Lo que digo es que no hay lugar como aquel en donde cultivamos felicidad, con tanta alegría.






Natalia A. López

jueves, 5 de noviembre de 2020

¿Por qué escribo?


Un día me preguntaron ¿Qué escribís? La que se sucede suele ser ¿Y de qué se trata? Algunos podrán animarse a un ¿Por qué lo hacés?

Suelo citar a Borges y a Bukowski. El primero con “Qué otra cosa puedo hacer, sino escribir”, al segundo con “Escribir sobre las cosas me ha permitido soportarlas”. Pero no quisiera caer en un ejercicio bohemio o, más bien, ser cobarde y no atreverme a justificar la respuesta con mis propias palabras. Si bien es cierto que ellos han sabido representar lo que siento de manera especialísima y casi exacta, no me quiero salvar de crear mis propias acepciones.

Escribo. Escribo prosa y poesía. Narrativa, prosa poética. Digamos que escribo sobre hechos reales, o que podrían serlo, ficciones inspiradas en situaciones o vivencias que todos tenemos, con la estética del lenguaje que uno le pone a la tinta para disfrutar de los relatos. También amo el realismo mágico, a través del cual mi cabello largo puede convertirse en un medio mundo que atrapa peces del océano. Desencuentros, encuentros, amor, desamor, misterio, obsesión, ternura, valentía, dolor, felicidad. Creo que es valiente recoger la realidad, tamizarla con nuestro corazón y, sin dudarlo, enseñarlo al mundo.

Y la otra pregunta, hermosa, el porqué de esta actividad. Bueno, yo considero que escribo porque tengo algo para decir, porque tengo ansias muy profundas de hacer sentir algo en el otro, y en el ejercicio de hacerlo encuentro mi identidad, mi realización, mi sosiego, de una manera que no puedo encontrar de ninguna otra. 

Escribir es la manera en la que mejor me expreso y la que me permite tocar el corazón de otras personas. Los lectores. O aunque sea uno solito (que es una inmensidad), en el momento en que está leyendo una de mis líneas ha cambiado para siempre: ahora hay un conjunto más de palabras, combinadas de una manera que no ha leído antes y con un propósito que no es más que ese, contarle… 

Todos buscamos una fuente de felicidad, si la encontramos jugamos en ella y nos saciamos porque nos da fuerza para seguir un poco más. En mi caso, he descubierto la felicidad en las letras. Hay algo de mí que revive mientras voy tipeando, mientras delante mío está este desfile de Times New Roman (Calibri o Book Antigua, según me recomendó una gran corregidora) y entre línea y línea me veo como en un espejo, o mejor aún, me veo como no podría hacerlo nunca. Desde lo más visceral de mi ser, 

    donde nace la literatura.





Natalia Araceli López.



Homenaje a Julito

En la soledad de mi habitación repasé los lomos, algunos con polvo,  de inconcebible desolación. Entre todos los Cronopios habidos Del lado ...