lunes, 16 de noviembre de 2020

La plaza de las luciérnagas

     


    Desde el balcón de su departamento, Polaris contemplaba el anochecer. El firmamento, oscuro, enseñaba algunas pequeñas estrellas que entretenían su mirada mientras pensaba en qué haría para salir de aquella aburrida melancolía. 

    Su pollera de bambula ondeaba merced al viento otoñal que refrescaba su cuerpo, que hacía más de una hora se paseaba por el mirador. Descalza, sentía bajo sus pies el composite frío que la reconfortaba cuando sentía calor. Contrariamente a la frivolidad de la sala, que aún se encontraba sin decorar.

    Hacía poco tiempo que vivía en Recoleta, aquella área próspera de boutiques de lujo. Había llegado con la intención de estudiar una carrera en la Universidad de Buenos Aires. Pero no estaba acostumbrada para nada a la arquitectura parisina que ofrecía aquel Barrio. Polaris venía de Germania, un pueblo ubicado al noroeste del territorio provincial. 

    Estaba a seis horas en micro de su tierra natal. Suspiró. Allí no tenía balcón, tenía una fantástica vereda en la cual se sentaba a contemplar un anochecer mejor que el de las películas. En su pueblo el cielo ofrecía un sinfín de estrellas, que acababan en un horizonte borroso y lindante con Santa Fé, la provincia vecina. El campo de noche era un hogar para luciérnagas, a las que amaba, y acogía a los animales que dormían hermosamente distribuidos a su gusto, libres e imponentes. Se respiraba un aire fresco, que traía el perfume de los azahares. Las personas salían a la calle, durante las festividades, a convidar a sus vecinos con algún vino y un pan dulce casero. En nada se parecía al nuevo sitio que habitaba, en el que estaba intentando descifrar cómo ser feliz.

    Pero la Universidad quedaba cerca del departamento, eso era bueno. Había escogido Abogacía como carrera. Era consciente de que en su pueblo no podría cultivar su intelecto más allá de las bibliotecas populares, construidas con esfuerzo. Un título le permitiría aspirar a un mejor ingreso y a un futuro robusto. Podría ayudar económicamente a su familia y “salir al mundo”, como le decían.

    Había llegado con trabajo, ya que desde su pueblo había emprendido una búsqueda intensiva. Luego de entrevistas telefónicas, donde conversaba sobre las grandes expectativas que tenía de la vida, había sido una locuaz candidata y finalmente seleccionada para trabajar en la Administración de una empresa cercana al departamento que alquiló, depositando sus ahorros y viviendo con lo justo hasta que consolidase su bolsillo de trabajadora.

    No podía dejar de recordar lo feliz que la había puesto quedar efectiva en aquel empleo y, en contraste, con qué tristeza había preparado las valijas, despidiéndose de una cálida contidianeidad en pos de lograr un objetivo noble. Pero había noches donde ese sacrificio le suponía una enorme incertidumbre. La esperanza y el deseo de forjarse una vida independiente seguían siendo su motivación. Además, jamás defraudaría la sonrisa con la que la bendijeron sus padres cuando anunciaron que apoyaban su partida, que colaborarían en todo para que forjara aquél futuro que hace a los jóvenes migrar. 

    Decidió que saldría a pasear, para sacudir tanta nostalgia y dejarse iluminar por las luces de Plaza Francia que estaba ubicada a cuadras del edificio. Una ventaja del centralismo, el poseer un despliegue de lugares cercanos a los que visitar.

    Vistiendo unos jeans y una remera holgada, tomó un morral y acomodó con sus manos su cabellera enrulada sin necesidad de arreglarse mucho más. La sencillez le lucía mejor. 

    En la Plaza había un festival del cual no se había enterado, ya que aquellos días se había encerrado a estudiar para el examen de ingreso a la Universidad.

    Había un escenario en el centro, donde los músicos hacían su performance. Mucha gente saltando y aplaudiendo, amontonándose para estar lo más cerca posible de los intérpretes. A la banda la componía un baterista, una bajista y una guitarrista que además era la cantante. Se llamaban Eruca Sativa y sonaban muy bien. Los había oído antes, ahora lo podía reconocer porque justo en ese momento tocaban una canción que le gustaba mucho. Se llamaba “Baba”. A varios metros de distancia del escenario, movía la cabeza acompañando la melodía y volvía a mirar el cielo, esta vez con mejor humor. Agradeció a Dios por haber salido de la melancolía que la inundó todo el día. 

    A su lado, un joven con las manos en sus bolsillos que también contemplaba a la banda desde lejos, se le acercó un poco y la miró sonriendo. Juntó valor y se decidió a hablarle, mientras Polaris continuaba en su mundo.

-Te puedo regalar mi tiempo y mi amor, mas no mi alma, mucho menos mi identidad…- Le dijo, entonando- Buena canción ¿No?

    Polaris salió de su ensoñación, sorprendida por la voz del joven. Miró a su costado y se encontró con un rostro que sonreía, tímidamente. Era apuesto, de cabellos rubios con mechones desordenados que caían sobre su frente enmarcando ojos celestes achinados.

-No culparé al destino por verte partir, el tiempo nos dará la oportunidad… - Continuó la canción al hilo de la estrofa que el desconocido había soltado- ¡No me sé más! 

    Se acercaron y comenzaron a conversar. Damián era lugareño, solía pasear por la Plaza Francia en las noches de buen clima para encontrarse con amigos y compartir algunas cervezas. Le contó que estudiaba en la Facultad de Ingeniería, muy cerca de la de Derecho. No se asombró cuando le dijo que venía de lejos porque le reconoció una manera distinta de expresarse.

-Me gusta tu manera de hablar - Damián habló muy dulcemente. Polaris se sonrojó al oír aquellas palabras. El lo notó y le dio ternura, con lo cual se le acercó aún más- ¿Te puedo invitar a un lugar?

    Caminaron un par de cuadras, por la Avenida Manuel Quintana, detrás de un Museo de Ciencias, donde había otra plaza más pequeña. 

-Es uno de mis lugares favoritos - Se sentó en el pasto y la invitó a hacer lo mismo. La plaza no estaba concurrida, solamente la atravesaban corredores y paseadores de perros. 

    Estaban sentados, en silencio. Polaris lo miraba de reojo y encontraba bellos rasgos en su perfil. Era el primer chico con el que se ponía a conversar desde su llegada. Estaba por decirle algo cuando él le señaló unos arbustos que tenían muy cerca.

-¡Mirá! ¿Las ves?

    Eran luciérnagas. Polaris se sorprendió, era la primera vez que avistaba bichitos de luz desde la llegada a la ciudad. Los había extrañado, ansiando verlos en algún lado. 

-¡Pensé que aquí no había más! - Exclamó, con alegría - ¡Vamos a acercarnos!

    Se levantó de un brinco y tomó la mano de Damián. Caminaron con brío pero delicadamente, para no interrumpir el espectáculo que no era el que convocaba a la multitud del recital, sino el que los unía a ellos en un embelesamiento especial e íntimo. 

    Polaris no dejaba de sonreír. Incluso, quería llorar. Tantos días se había sentido como perdida, buscando en su balcón a los transeúntes sin encontrar entre ellos a ninguno que se detuviera a saludar.  De repente allí estaba, acompañada por Damián. Quiso que la noche no termine, mientras volvían a sentarse y a su alrededor la intermitencia de las luciérnagas adornaba el encuentro, el verdadero festival.

-¿Te sentís cómoda en la ciudad? -Le preguntó mientras se acercaba a su rostro y acomodaba con su mano un rulo que le acariciaba la mejilla.

-Ahora puede que sí… - Pero antes de que pudiese continuar hablando, un beso la detuvo y sintió un oasis en el que se quedaría, con gusto.

    Con el paso de los días, Polaris comprobaba que la ternura que Damián traía a su vida le había devuelto la sensación de hogar que creía perdida. Toda vez que podían se juntaban en la plaza, cerca de aquellos arbustos, para contemplar el desfile de luciérnagas. En los ojos del otro creían reconocer a esos mismos bichitos que, con su incandescencia, alumbraban un mundo que era menos frívolo, menos lejano de casa, que no infundía temor.  



Natalia Araceli López

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