jueves, 12 de noviembre de 2020

Las noches de sábado

En la mañana despertábamos sin tener idea de dónde estábamos. Unos segundos después, los sentidos volvían a nosotros. Entonces, retomando el conocimiento, detectábamos que aquella almohada era una almohada y que aún teníamos la ropa de la noche anterior. 

Poco a poco, mareados, nos incorporábamos con la visión distorsionada y la cabeza dolorida, con raccontos de la noche anterior y risas estrambóticas todavía resonando en nuestros oídos. Mi maquillaje corrido, el pelo enmarañado, y tus pantalones desparramados en el centro de la cama. Tu cuello con contractura debido a la mala posición, algún moretón en mi pierna por haber chocado con la punta de la mesa al bailar. 

Todo aquél folclore era parte de nuestro amanecer, algunos domingos. Nos mirábamos, cómplices, y reíamos sin decir palabra, reconociendo lo deplorable y grandioso de nuestra situación. 

Enseguida buscábamos el botiquín: tenía que haber algo de cordura allí, y de paso un analgésico. Esos milagros de tocador llamados antiácidos efervescentes. Ganas desesperadas de tomar agua me llevaban, arrastrando los pies descalzos, hasta el bidón. Un desfiladero de vasos apoyados en toda superficie (arriba de la mesa, de la cafetera, en el piso y alguno haciendo equilibrio en el sillón) surcaban toda la casa. La mayoría vacíos, goteados con ese dejo de cerveza evidenciando que no habían pasado tantas horas desde que la gente había partido rumbo a sus hogares. Encontraba un par de tazas y las llenaba a tope, sabía que necesitaríamos combatir la deshidratación como habiendo atravesado un desierto. 

Buscabas algo para comer, algo que hubiera quedado por ahí, casi siempre sobraba carne y pan. Abríamos las ventanas para airear la casa, mientras el sol penetraba haciéndonos achicar los ojos aún sensibles. Con socarronería, me decías que anoche me había comportado como una señorita. Yo, más evidente, te recordaba en voz alta la perorata que soltabas después de un brindis.

Siempre me dolían las piernas y los pies, porque había bailado intensamente contigo. Siempre te quedaba la voz ronca, la garganta lastimada, con eso recordábamos cuán alto habías hablado y divertido. 

Luego volvíamos a la cama, a tirarnos y no hacer absolutamente nada. Competíamos para saber quién recopilaba más recuerdos de la fiesta nocturna. Normalmente eras vos, pero no cuando había sido tu cumpleaños. La resaca nunca fue grata, pero más valía la acumulación de vivencias que, una vez más, volvíamos a crear. 

Solías ponerte a mirar videos en tu celular, y yo usaba el mío para revisar los correos esperando la notificación de algún certámen literario. Viendo las fotografías del carrete, que estaban casi todas movidas, algunas retrataban cosas muy lindas. Luego, pedíamos comida y nos levantábamos a juntar latas y servilletas, arrojándolas a bolsas de consorcio. Teníamos que hacer algo de espacio en la mesa, para sentarnos a disfutar del almuerzo mientras encendíamos la televisión. 

Antes o después de aquello, pasábamos por la ducha reparadora. Me sacaba el maquillaje corrido y acomodaba mis largos cabellos. Con la flojera dominguera, nos deslizábamos hasta el sillón. A veces nos sacudíamos la modorra en pos de sacar a los perros a pasear o, en tu caso, cuando salías a correr. 

Pasando las horas, la casa iba mejorando en orden y limpieza, pero todavía encontrábamos alguna colilla de cigarrillo en el piso. Y todos los huesos escondidos que habían sido obsequiado a los caninos, después del asado. Siempre algún flashback volvía a hacernos reír.

A la deconstrucción de la noche anterior le sucedía la construcción de la Normalidad, inevitable para retomar el rumbo de las cosas. Yo siempre era víctima de la depresión del domingo, esa que se va intensificando a medida que se hace de noche. Estaba en relación directa con el hecho de que empezaba la semana, eso siempre me supuso un desafío con el que jamás me sentía cómoda. Vos también tenías tus momentos de ansiedad extrema, en la que te veía con un temple acongojado y un signo de pregunta en cada ojo. Otro fin de semana moría, pero en unos días comenzaría otro, y otros recuerdos, y así. 

Al día siguiente era lunes y había que volver a hacer lo que teníamos que. Vos pasabas horas en reuniones, pensando, y yo tan solo escribiendo, estudiando, imaginando el premio Vargas Llosa o en Hay valentía en la ternura. Remover mi angustia nos llevaba algunas horas. Pero nunca estaba infeliz. 

Lo maravilloso de los días sucediéndose, lo poético de la composición de la semana, era mi impredecibilidad y tu orden. Era un sincretismo maravilloso el que encontraba entre mi equilibrismo y tu sabia dirección. Pero también era yo la que hallaba todas las cosas cuando olvidabas dónde estaban puestas o antes de adivinar dónde podían estar.

Cada tanto ocurría algo especialmente llamativo. Como la vez que, luego de una noche de cumpleaños, al caer el domingo notamos que había desaparecido mi bolsa con maquillajes. Sí, en vez de un adecuado necessaire, había preferido una bolsa de cartón con unos agarres de tela negra para alojar mis compactos, delineadores y labiales. Estaba colgada, en una de las paredes del baño, sostenida por un gancho en el que habitualmente colocaba algo. Intentar resolver el enigma nos llevó a tejer toda serie de teorías, poniendo en tela de juicio a cualquiera de ellas -porque bien se sabe que bajo los efectos del alcohol todo puede distorsionarse- pero yo recordaba todo, vos no tanto. Imaginamos posibles desenlaces y hasta creímos que algún invitado la había robado. Pero, no podíamos devenir en acusaciones, no con tantas dudas y con gente tan confiable rodeándonos. Yo sospechaba de alguien y vos coincidiste, pero no quisimos ser malos. Por suerte, siempre tenía cosméticos distribuidos en distintos sitios que pude utilizar a la mañana siguiente para maquillar el rostro dormido y estar presente en la reunión matinal.

No había sido la primera vez que nos ocurría algo así de insólito, porque un año y medio antes había ocurrido con una panera. Una de arpillera, revestida por dentro y decorada por fuera. Pero no le dimos tanta vuelta, pues era algo fácil de reponer. Los maquillajes, al fin y al cabo, también. 

Todo eso sin mencionar la cantidad de ocasiones en las que alguno de nuestros amigos olvidaba algo. Nuestra casa alojó documentos de identidad, papeles de auto, llaves, tarjetas magnéticas, mochilas, carteras, prendas de ropa, y toda suerte de objetos (algunos bastante obscenos, también). Pero siempre volvían, como siempre regresaban los sábados, y ese culto sagrado a la amistad entrada en años. 



Hemos partido, rumbo a otros horizontes, llegando a otros paisajes y abrazando otros acentos. Ha estado muy bien, no lo niego, porque parece cierto que el nacionalismo se cura viajando. Las fronteras, ese invento de la geografía escolar, ese pretexto político para dominar, no se ven desde lo alto de un avión ni tampoco cuando conversamos con lugareños de otros terrenos con los que compartimos humanidad. Sin embargo, sabes muy bien que no me equivoco, cuando digo que nuestro hogar sigue estando en donde aún vive nuestro jolgorio sabatino. La nostalgia es dictadora, aún estando en la playa de nuestro sueños, cuando queremos el milagro de reunir a todos los que amamos en el mismo espacio en donde estamos. Ser, de nuevo, los magnánimos anfitriones de nuestro propio solar. Lo que digo es que no hay lugar como aquel en donde cultivamos felicidad, con tanta alegría.






Natalia A. López

2 comentarios:

Dime

Homenaje a Julito

En la soledad de mi habitación repasé los lomos, algunos con polvo,  de inconcebible desolación. Entre todos los Cronopios habidos Del lado ...