martes, 13 de octubre de 2020

 Café de las 8:00

 


 Eras el café de las 8:00 con el que despertábamos nuestros días.

Yo era el remolino con el que jugabas batiendo la taza con la cucharita.

Vos, tomado del asa y girándola, con vehemencia. Yo, escuchando el sonido de la cuchara golpeteando la cerámica por unos segundos.

Te miraba hacerlo, en el intento de descifrar tus primeros minutos de silencio. Pensaba que me encantaría leer la borra, para entender lo que no decías en la mañana. Entonces te preguntaba si tenías la ropa planchada, qué corbata, y si el abrigo. Pero nada de eso realmente importaba, lo que importaba era que el café no estuviera frio, porque eras defensor irrestricto de la correcta temperatura donde el molido se percibe.

Asique querías tomarlo pronto, me decías que todo estaba en ese truco, de sentir el aroma primero y en el primer sorbo constatar que el proceso había ido perfecto. Me daba placer la descripción de la cata, porque en nuestro amateurismo había una emoción por suponer. Sentir y guiarse por aquél, sin necesidad de saber, como en el amor.

Me encantaba el olor a molienda que te quedaba en las manos, porque minutos antes habías usado el molinillo. Tu favorito era el colombiano, a mí me gustaba el café francés. Y en ese desayuno había un hermoso pedazo de nuestro mundo porque sabíamos que en el día no nos volveríamos a ver, hasta que llegado el atardecer nos cruzásemos -tal vez- en la parada del colectivo para subirnos al mismo, o a lo mejor directamente en casa, donde ni bien llegabas te despojabas de la bufanda y el tapado para darme un beso con tu nariz fría. Me encantaba ese beso de llegada, como si todo el camino que habías dado de regreso a casa se resumiera en aquel, como principal cometido.

Pero, definitivamente, eras el café de las 8:00.

Y cuando eran casi 8:10, reíamos. Nosotros, orgullosos de nuestros tazones, nuestro café (el mío siempre con leche, el tuyo, dependía), nuestra puntualidad para el ritual que daba inicio al día de manera oficial y que no era la misma puntualidad de las reuniones ni del fichaje.

Ningún otro café se comparaba con ese.

Te veía y miraba en tus ojos a dos semillas maduras, como las que molías, de iris casi negro, y en ellos veía los horizontes de mi mundo. En nuestra devoción por el cafeto, yo encontraba la frontera que contraponía al pasado con el futuro, la noche anterior con el día presente.

Porque definitivamente eras ese café caliente en mis manos, tomado junto a la estufa, cuando el frío era mucho. Tus manos, con esa costumbre de estar heladas, abrazaban al tazón, para que el calor se te impregnara. Había que cuidar bien ese calor, los ánimos que debían durarnos todo el día, porque había que elegir corbata y un vestido, y poco a poco ir siendo lo que esperaban que seamos.

Ese café era el momento más auténtico del día.

Cuando se terminaba, las tazas quedaban en el comedor, estoicas, habiendo llegado a la posta donde su función quedaba cumplida. La realización de las tazas, el molinillo en su lugar junto a la cafetera, el edulcorante, el azúcar, las cucharitas abandonadas, eran el escenario de nuestras mañanas. Eran la delimitación de ese pequeño universo, en el que, mientras bebíamos, soltábamos risas y conjeturas sobre qué se yo y quién.

A las 8:25 había que irse pronto, con lo cual las tazas subsistían en ese estado hasta que volviésemos a casa y hubiera que lavarlas. Para al otro día despertarlas, en la perfecta teleología de su cerámica. Quedaban allí, ellas eran la prueba de que el ritual había cesado. Allí está la tuya ¡Puedes buscarla si quieres! Como prueba de que estabas.  

Quedaban en la casa, flotando, las moléculas que llenaban nuestro olfato y en la eclosión de los aminoácidos al batirse, algo parecía haberse roto.

Porque es en el café de las 8:00 en donde ya no te encuentro. Pero lo sigo bebiendo, por si acaso vuelves. Pero claro, el café no es tal porque no tiene la temperatura, no es el calor correcto. Ni están tus manos alrededor de las tazas, ni soy el remolino que batías, ni eres las semillas que me faltan.











Natalia Araceli López.

Este cuento forma parte de una antología que pronto será publicada.

 

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